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13 septiembre 2012 4 13 /09 /septiembre /2012 14:54

La Homilía de Betania: XXIV Domingo del Tiempo Ordinario, 16 de Septiembre, 2012.

1.- POR LAS OBRAS TE PROBARÉ MI FE

Por Pedro Juan Díaz

1.- La aldea de Cesarea de Filipo es un lugar especial en los evangelios sinópticos, porque allí fue donde Jesús planteó a sus discípulos la pregunta más importante del evangelio: “¿quién decís vosotros que soy yo?”. Además, los evangelistas la sitúan en torno a la mitad del evangelio, lo que nos hace entender este momento como una revisión, a mitad de camino, que Jesús hace con sus discípulos para ver hasta dónde está calando en ellos su mensaje. A partir de este pasaje, habrá un antes y un después en la predicación de Jesús. A partir de ahora, Jesús empieza a anunciar su muerte y su resurrección.

2.- Jesús es un gran pedagogo y sabe cómo hacer las cosas. Al principio les lanza una pregunta abierta, para que digan lo que la gente piensa de Él. Hablar de lo que dicen los demás no les cuesta mucho. Pero después les sorprende con una pregunta personal: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Y aunque el evangelio dice que Pedro contestó, imagino que se haría un gran silencio, de esos que se pueden “cortar”. Les ha preguntado a ellos qué es lo que piensan de Él. El problema es que ni ellos mismos lo tienen claro, porque aún hay muchas dudas en su interior.

3.- En el texto de otro evangelista, Jesús le dice a Pedro que su respuesta no ha sido por propia convicción, sino inspirado por el Espíritu Santo, pero que es la respuesta correcta: Él es el Mesías. Y eso, ¿qué supone? Supone que tiene que ir a Jerusalén, padecer mucho, ser ejecutado y resucitar al tercer día. Aquí está el primer anuncio explícito de su muerte y resurrección. El mensaje está claro. Jesús es el Mesías y va a dar la vida por la humanidad entera. Pero Pedro y los demás siguen pensando a la manera humana y quieren evitar, a toda costa, ese sufrimiento.

5.- Pero Jesús no sigue el plan de los hombres, sino el de su Padre Dios. Y este pasa por la cruz y la resurrección. Es más, los que quieran ser discípulos de Jesús han de recorrer el mismo camino. Hay que “cargar con la cruz” y “perder la vida” por Jesús y por el evangelio, para encontrar la VIDA verdadera. ¿Y cómo se hace esto? Siguiendo el mismo estilo de vida de Jesús. Todos queremos esa VIDA con mayúsculas que Dios nos promete, pero solo la encuentra aquel que la busca no para sí, sino para los demás, aquel que es feliz haciendo felices a los que están a su alrededor, aquel que pierde la vida dándola, amando a los demás, desprendiéndose de lo suyo… hasta dar la vida, como Jesús. Hacer este camino, como lo hizo Jesús, es llevar a la práctica aquello de “nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos”, que Jesús les dijo a sus discípulos en la última Cena.

5.- Por eso nuestra fe, si es auténtica, se verá reflejada en nuestras obras, en nuestra manera de vivir. Porque “¿de qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras?”. Y continúa diciendo el apóstol Santiago en la segunda lectura: “…yo, por las obras, te probaré mi fe”. Porque las obras, las acciones, el estilo de vida son consecuencia de la fe que creemos. Creer en Jesús como el Mesías implica una manera de vivir, generosa, desprendida, abierta... También es verdad que la fidelidad no siempre es perfecta, que tenemos nuestros fallos, nuestras limitaciones, que la vida muchas veces se pone “cuesta arriba” y cuesta cargar con la cruz. Pero entonces es cuando nos sentimos solidarios con Jesús, que dio su vida por nosotros, y como dice un himno de la Liturgia de las Horas: “…y detrás de tus huellas, con la cruz que llevaste, me es dulce caminar”. Cuando sintamos que la vida nos “aprieta”, podemos hacer nuestras las palabras del profeta Isaías en la primera lectura:

El Señor me ayuda,

por eso no sentía los ultrajes;

por eso endurecí el rostro como pedernal,

sabiendo que no quedaría defraudado.

Tengo cerca a mi defensor…

Mirad, el Señor me ayuda,

¿quién me condenará?

6.- Vamos a seguir celebrando la Eucaristía con la intención de revisar nuestras obras, haciéndonos la misma pregunta que Jesús hace a sus discípulos, y viendo a ver si nuestra vida responde a la fe que decimos profesar en Jesús como Mesías, para que nuestras obras verdaderamente prueben nuestra fe, y demos un testimonio bueno y coherente en nuestros ambientes.


2.- SEGUIR LAS HUELLAS DE JESÚS

Por Antonio García-Moreno

1.- LOS CANTOS DEL SIERVO.- El profeta vislumbra la doliente figura del siervo de Yahvé. Sus palabras cantan la historia maravillosa del que un día vendrá a salvar definitivamente a su pueblo. Historia extraña y desconcertante, historia de sangre y de dolores acerbos. Tan desconcertante que cuando la profecía se cumplió, los suyos no entendieron el sentido de aquella muerte vergonzosa en una cruz.

Pero Jesús sí que lo entendió. Y aceptó los planes insospechados del Padre Eterno, los proyectos de la sabiduría de Dios, insondable y siempre sorprendente... Dócilmente, como oveja que marcha al matadero, sin abrir la boca, sin poner resistencia, Cristo subió con decisión el difícil camino hacia el monte Calvario. Cristo vence la fuerte tentación de huida que le asaltó en la triste noche de Getsemaní. Y cuando llega la chusma armada hasta los dientes, buscando a Jesús de Nazaret, les sale al paso y exclama: Yo soy.

 Cada cristiano ha de ser como Cristo. Diciendo con Él: yo no me he rebelado, ni me he echado atrás. Y esto siempre, siempre. También cuando la noche negra del huerto de los olivos nos cubra con sus densas sombras. Entonces llorar y callar. Y rezar. Caminando, y cayendo, por ese camino que la sabiduría grande y el amor hondo de Dios nos ha señalado como nuestro camino de la Cruz, nuestro Vía Crucis personal. Sin quejas, sin complejo de víctimas, serenos, fuertes...

La fuerza de Dios. Ahí está el secreto de ese vigor extraordinario, de ese cambio imprevisto. Hace unos momentos Jesús estaba postrado, doblado el cuerpo ante el peso de la pasión cercana, triste hasta la muerte, sudando sangre. Y ahora se levanta majestuoso, decidido, valiente, avasallador: ¡Yo soy! Y caen por tierra los bravos legionarios de la cohorte romana.

 Si el Señor me ayuda, ¿quién podrá condenarme? Es como un desafío que brota de los labios del hombre justo. Una firmeza inconmovible que le mantiene de pie... La fuerza de Dios. Y lo que era débil se vuelve fuerte. Y lo que aparecía como insuperable, se supera finalmente. San Pablo se hace eco de estos sentimientos: Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros? El que aun a su hijo no perdonó sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará gratuitamente con él todas las cosas? Siendo Dios quien justifica, ¿quién será el que condene?

 ¿Quién nos separará del amor de Cristo? Sigue diciendo con firmeza el Apóstol. Porque estoy persuadido que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios... Este es el secreto de la fortaleza en la dificultad: creer firmemente en el amor de Dios, en su poder sin límites. Y así, apoyados en Él, sostenidos por Él, caminar decididos al encuentro de esas mil dificultades que jalonan nuestra vida. Y al sentirlas llegar, buscándonos entre las sombras del miedo, responder serenos: ¿A quién buscáis? Aquí estoy.

2.- PARA TI, ¿QUIÉN ES CRISTO?- Hoy vemos a Jesús que recorre las regiones norteñas de Palestina. Aquellas caminatas eran ocasión propicia para estar solos y hablar de las enseñanzas que el Maestro quería transmitir a sus discípulos. Eran instantes de intimidad en los que Jesús abría los tesoros de su corazón. A menudo les hace unas preguntas intencionadas que despiertan la curiosidad de aquellos hombres sencillos. ¿Quién dice la gente que soy yo? Unos dicen que eres Juan Bautista que ha resucitado, otros que eres uno de los profetas, o Elías que ya ha vuelto. Y vosotros -pregunta de nuevo el Señor-, ¿quién decís que soy yo? Pedro se adelanta y contesta decidido: Tú eres el Mesías.

Fue una respuesta adecuada, que San Mateo refiere con más detalle y nos muestra cómo Pedro estaba confesando la divinidad de Jesús, haciéndose eco de una revelación especial que entonces le fue concedida. En efecto, gracias a esa revelación, el primero de los apóstoles confesó que Jesús es el Hijo de Dios vivo, el Rey de Israel ungido por el Espíritu santo y enviado por el Padre para salvar a todos los hombres. De ahí que quien no vea a Jesús tal como es, se equivoca. En efecto, Cristo no es un líder político, ni un revolucionario, ni un hombre de fuerte personalidad que arrastra a las muchedumbres gracias a su don de gentes. Él es el Mesías, el Hijo de Dios, El Verbo hecho carne, Dios hecho hombre.

Pedro respondió bajo la iluminación del Padre de las luces. Sin embargo, en el fondo no se percataba con claridad de lo que suponía aquella rendida confesión. Momentos más tarde, cuando el Maestro les anuncia que ha de morir en la cruz después de ser injuriado por sus enemigos, cuando les enseña la otra cara de la lección, entonces es también Pedro quien interviene con vehemencia e increpa al Señor -!qué osadía!- para que desista de aquellos planes fatídicos. El sencillo pescador no repara en que el Maestro ha dicho que al tercer día resucitaría. Pedro sólo piensa en el dolor y la humillación que Jesús tendría que sufrir. Lo mismo le ocurrirá cuando el Maestro intente lavarles los pies

El Señor, de cara a los discípulos, dirige a Pedro uno de sus más duros reproches: Quítate de mi vista, Satanás. Y añade: Tú piensas como los hombres, no como Dios. Para llegar al triunfo definitivo hay que luchar antes, hasta la muerte si es preciso... Cuando se niega a que le lave los pies, Jesús le advierte que si no acepta no tiene parte con é. En el fondo le ocurría lo que a todos que nos resistimos a la humillación y el sufrimiento. Olvidamos que para ser discípulo de Cristo hay que negarse a sí mismo, cargar con la cruz de cada día y seguir las huellas de Jesús. Con esfuerzo mantenido, con serenidad y con alegría, esperanzados, persuadidos de que vale la pena perder la vida para así poder gozarla.


3.- PENSAR COMO LOS HOMBRES

Por Gabriel González del Estal

1. ¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios! Lo natural, lo espontáneo, es que los hombres pensemos como hombres, porque somos hombres; que Cristo pensara como Dios también era natural para él, porque “el Padre estaba en él y él estaba en el Padre”. Con razón decía san Pablo que predicar a Cristo crucificado era “escándalo para los judíos y necedad para los griegos”. San Pedro pensaba que Jesús era el enviado de Dios, el Mesías, y por tanto no podía padecer, ni sufrir como un simple mortal. El Mesías triunfaría sobre sus enemigos y los machacaría, los enemigos no tenían poder ni dominio sobre él. Esto no sólo lo pensaba san Pedro, lo pensaban todos los demás discípulos de Jesús. Lo de un Mesías sufriente, que redimiría al mundo a través de la cruz, era un galimatías teológico que los discípulos no acabarían de entender hasta después de la resurrección de Cristo.

2. Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Esta es una buena pregunta que debemos responder cada uno de nosotros. También nosotros, muy frecuentemente, pensamos como hombres, no como Dios, y creemos que Cristo es el que tiene que resolvernos nuestros problemas particulares y los problemas del mundo entero. Acudimos a Cristo como el que acude al médico, o al banco, o al psicólogo, para que nos arregle nuestros problemas de salud, y de dinero, y nuestras angustias y desazones interiores. Y es natural, es muy humano que lo hagamos así, porque somos cien por cien humanos. Pero Cristo nos dice que él no ha venido al mundo para eliminar milagrosamente la enfermedad, o el dolor, o el hambre y la miseria. Él vino al mundo para enseñarnos a luchar y a vencer la enfermedad y el dolor y las miserias y debilidades psicológicas y humanas, con sufrimiento, y con valor, y sobre todo con un amor inmenso y oblativo. Él es nuestro camino y nuestra verdad y nuestra vida; el que quiera seguirle, que se niegue a sí mismo, que cargue con su propia cruz y que le siga. Tratemos hoy de pensar quién es Cristo para cada uno de nosotros.

3. El Señor me abrió el oído; yo no resistí ni me eché atrás. El profeta Isaías pone en boca del “siervo de Yahveh” un cántico a la fuerza de Dios que se manifiesta en la debilidad humana; la certeza de que Dios está con él hace al siervo fuerte y resistente a ultrajes y salivazos. Es lo que santa Teresa diría mística y poéticamente muchos siglos después: quién a Dios tiene nada le falta; sólo Dios basta. También san Pablo lo expresaba en términos contundentes: si Cristo está con nosotros, nadie nos vencerá. Sí, la fe en Cristo nos hace fuertes ante el dolor y la tentación. Cristo no nos quita el dolor, pero nos da fuerzas para soportarlo y vencerlo. Esta fe en Cristo, y en Cristo crucificado especialmente, es la que dio fuerza a los mártires, a los santos y a muchísimas personas en momentos de dolor, persecución, o conflictos internos y externos. El cristiano no sufre menos que los no cristianos, pero encuentra en su fe en Cristo fuerza y valor para luchar contra el sufrimiento.

4. ¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe si no tiene obras? San Pablo nos dice que, después de que Cristo resucitó, las obras de la ley mosaica ya no salvan, lo que salva es la fe en Cristo. También el apóstol san Juan nos dirá que el que cree en Cristo está salvado. En esta carta, el apóstol Santiago nos dice que la fe sin obras no nos sirve de nada y el ejemplo que pone es evidente y obvio: si uno no tiene qué comer, de nada le vale que tú le digas que Dios le ampare; lo que tienes que hacer es darle comida. En lenguaje teológico es claro que tanto san Pablo, como san Juan, tienen razón; pero en lenguaje ordinario y habitual lo que dice el apóstol Santiago lo entendemos todos a la primera. Obras son amores y no buenas razones. Procuremos que nuestra fe esté siempre confirmada y demostrada con nuestras obras, de lo contrario nuestra predicación será vacua e ineficaz. Porque la fe sin obras es una fe muerta.

 

Fuente: www.betania.es

 

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